domingo, 30 de junio de 2013

En los surcos de tus plantas



Santo Crucifijo de la Salud (s.XVII), José de Arce
Venerado en la iglesia de San Miguel, Jerez de la Frontera (Cádiz)
Pontificia, Antigua y Venerable Hermandad del Santísimo Sacramento y Cofradía de Nazarenos del Santo Crucifijo de la Salud y María Santísima de la Encarnación.



A tenor de la noticia recogida en Semana Santa de Sevilla.


Entiendo que entró en el templo con el afán de Judas, el resentimiento de tantas frustraciones que le quemaban el alma y el cuerpo, los ojos sucios que miraban rencorosos a aquella mujer postrada que entre lágrimas ungía aquellos pies purísimos, limpiando con su cabellos, antaño desenfrenados, no tanto la suciedad del camino como el pecado de su alma. Él, que hizo milagros, apóstol del Señor, predicando un reino en el que hacía tiempo no creía, despreciaba aquella mujer que tan poco comprendía, que compensaba con solo amor lo que le faltaba en palabras. Tal vez, nuestro Judas, ardió en el odio de su ignorancia al escuchar al Señor hablar de una pobreza de espíritu que devoraba todavía más almas que la simple falta material... ¿Acaso él pobre, chaval mimado bregado en mares de consumismo, o alcohol o placeres mundanos, que ni permite ni consiente que alguien le diga NO? ¿O el simple odio contra aquello que es capaz de hacer nacer en los corazones todo lo bello y bueno que él no tiene? ¿O tal vez preñado del odio que busca venganza contra aquellos que llamándose cristianos algún día le hicieron daño? ¿O el simple brote de una esquizofrenia que cada vez más nuestro mundo dirige contra Dios? "¡Déjala en paz!" Grita el Señor contra el Judas ignorante, levantando a la Iglesia pecadora que limpiaba los pies de su Señor con sus lágrimas. Esos pies crucificados que claman a los suyos lágrimas para lavar pecados y cabellos para enjugárselos, besos de paz para una sociedad en guerra contra sí misma, perfumes de buenos ejemplos para tanta corrupción diaria. Tal vez, solo tal vez, a aquel que abrió surcos de odio en los pies del Señor pensaba que poco le tenían que perdonar, y así, poco se puede amar. Nosotros, que sabemos que mucho nos deben perdonar, aspiramos a amar mucho. Y por eso, ponemos nuestros corazones junto a esa reja cerrada y esos pies profanados, para pedirle al Señor que perdonándonos, seamos capaces de amar mucho.

Lc 7, 36-50 y Jn 12, 1-8

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